sábado, 7 de noviembre de 2009

La Batalla de Chacabuco entre tenedores, platos y vasos.


Luego de la muerte de mi abuela, Doña Marcelina Clara Santander, acaecida en 1971; mi abuelo tomó por costumbre venir a nuestro hogar en Villa Gesell a pasar unos días con nosotros en el mes de enero. Durante cinco o seis años el Yeyo venía a Gesell en la primera quincena de enero, llegaba para año nuevo y volvía a su querida ciudad de Dolores el 15, luego de festejar su cumpleaños el día 14. Particularmente recuerdo esto con mucha alegría. Porque el destino quiso que pudiera disfrutar de aquel anciano en los últimos años de su vida. Pude gozar -dentro de mis limitaciones infantiles- de su enorme sapiencia. El yeyo entre sus múltiples ocupaciones, se dedicaba a la enseñanza de la historia, y tenía particular afición por los acontecimientos que dieron origen a la Nación Argentina y a los municipios de la provincia de Buenos Aires al sur del Río Salado. Fue autor de algunas obras como: Los abogados en el congreso de Tucumán, Historia del Municipio de Dolores (obra de 3 tomos que se encuentra prácticamente agotada), El Capitán Ramón Lara fundador y primer ciudadano de Dolores, La Revolución de los Libres del Sur (trabajo que hace alusión al levantamiento de los estancieros del sur contra Juan Manuel de Rosas), Centenario de los Tribunales de Dolores y Semblanza de un luchador (un breve libro en el que cuenta la vida de Don Juan Roncoroni, su padre y mi bisabuelo). Todos estos libros, aun hoy son sólidas fuentes de consulta para quienes deseen informarse sobre los temas en particular que tratan, dado que mi abuelo documentaba muy bien sus investigaciones. El Dr. Atilio Roncoroni se desempeñó como profesor de historia en la ciudad de dolores, y sus clases quedaron impresas en la memoria de aquellos que tuvieron la fortuna de ser sus alumnos; recuerdo a una maestra del colegio San Patricio de Villa Gesell, donde concurrí para recibir mi formación primaria, que había sido alumna del patriarca dolorense. María Julia nunca se cansaba de decirme lo buen profesor que era mi abuelo, y referirme que tenía la capacidad de captar la atención de sus alumnos sumiéndolos en un profundo interés.
Mis hermanos y yo extra-académicamente también recibimos sus clases de historia. Como olvidarme de aquel enero de la década del 70 en que el viejo profesor faltando cinco minutos para que la comida esté servida comenzó su relato de la Batalla de Chacabuco. El yeyo era muy obsesivo con lo suyo, y una vez comenzada la descripción de los hechos acaecidos en una de las batallas más importantes de San Martín, el resto del mundo dejaba de existir y la única alternativa era escuchar y aprender. En esas circunstancias, lo primero que hacía mi abuelo era comenzar a alterar el orden lógico que tienen los platos, vasos y cubiertos en una mesa. Repentinamente los menajes eran reubicados precisamente y dejaban de cumplir con el objeto para el que habían sido creados. Pasaban a ser caballerías, columnas de infantería, cerros, quebradas, fuerzas patriotas y realistas. Mientras el hombre de profundos ojos celestes contaba con lujo de detalles, y poseído por una pasión increíble, lo que había pasado aquel 12 de febrero de 1817 en la hacienda ubicada cincuenta y cinco kilómetros al norte de Santiago de Chile. La ofensiva de Chacabuco, en que las tropas de San Martín vencen a los realistas duró unas diez horas, por lo tanto el cuento era muy largo, la comida ya estaba lista y se enfriaba. Sin embargo cuando un burro viejo rebuzna, decía el padre de mi padre, los burros jóvenes deben callarse. Los asnos más jóvenes y los no tan jóvenes también, porque ni mi padre, ni mi madre se atrevían a interrumpir los vaivenes del acontecimiento bélico. Mi padre, Jorge Mario Roncoroni, entonces andaba por los 45 años y era un hombre de buen comer al que el retraso del almuerzo le resultaba por poco trágico, y hubiera interrumpido mal humorado hasta al mismo presidente de la república con tal de hincarle prontamente el diente a las milanesas de Marta. Martita Stabile, mi madre, era una mujer siempre apurada (bueno, ya octogenaria sigue igual de atolondrada) y muy atareada por los menesteres que surgen de tener 7 hijos. También aguardaba impaciente el fin de la historia para darle de comer a su marido, suegro, hijos, y entenados, pues en la mesa de la casa de mi infancia nunca faltaban vecinos, amigos y gente que pasaba por la puerta. Hacía cantidades industriales de milanesas, de a una, en una pequeña sartén y en una cocina diminuta. Sin embargo don Atilio continuaba con su propósito, y así progresivamente entraban en combate las divisiones de Miguel Estanislao Soler, Bernardo de O`Higgins, José Matías Zapiola y Mariano Necochea; venciendo y dispersando a las huestes realistas Francisco Casimiro del Pont. En eso estábamos cuando a Martita, ya sin poder dominar su impaciencia y aprovechando que el relator conmovido miraba para arriba, se le ocurrió intentar poner un tenedor en su lugar como primera maniobra de orden para comenzar a servir. Mi abuelo muy enojado la reprimió diciéndole: ¡M`hijita...por favor! ¿Cómo se le ocurre tocarme la caballería de Juan Galo de Lavalle? ¿Acaso no sabe que en Chacabuco, Lavalle ganó los galones de Capitán? ¡Pues al mando de 100 granaderos batió o contuvo al enemigo luchando sin descanso!
De más está decir que ese día comimos tarde, muy tarde, pues hubo que esperar hasta que San Martín liberara Chile.

El Diario del Yeyo

Mi abuelo defendía sus ideas disparando plomo.

Mi asombro infantil no terminaba jamás de crecer ante la máquina mágica que diagramaba e imprimía “El Nacional” de la ciudad de Dolores. Publicación de la que supo ser corresponsal mi bisabuelo “Don Juan Roncoroni” cuando el siglo XX recien nacía; y que luego fuera adquirida en 1941 por mi abuelo el “Dr. Atilio Roncoroni”. El Yeyo, fue propietario y director del diario hasta el último minuto de su vida. En 1977, al morir mi abuelo el periódico fue dirigido, por un corto período por mi tío el Dr. Atilio Regulo Roncoroni. Posteriormente “El Nacional” fue vendido y dejo de pertenecer a nuestra familia. En los 36 años que el matutino de Dolores estuvo en manos de mi abuelo sirvió a los objetivos informativos y sociales de la ciudad, aunque también para expresar las ideas políticas de Don Atilio. Quien, como el mismo decía de su propio padre en Semblanza de un Luchador, no era un hombre de medias tintas. Nuestro abuelo estaba convencido de lo que pensaba, no temía publicarlo y siempre se atenía a las consecuencias, ya me referiré oportunamente a ello. Sin embargo, lo que más recuerdo de “El Nacional” es la máquina de la que hago referencia al principio.
La linotipia es un sistema de diagramación e impresión que nace en el año 1884, remplazando al método extremadamente artesanal de imprenta de tipos móviles que para entonces no difería mucho de la que hubiera inventado Gutemberg en 1449. Pues los operarios debía tomar el molde de cada letra y colocarlo manualmente en una caja para ir formando el texto que una vez finalizado era entintado, y luego al aplicar la hojas por presión se producía la impresión. Con el gran invento que significo la linotipia el operario vio facilitado su trabajo. El linotipista se sentaba ante un teclado similar al de una maquina de escribir, y al pulsar cada letra, espacio en blanco o signo de puntuación, de la parte superior del aparato bajaban unos moldes de bronce que se iban acomodando en un lugar estratégico. Cuando el renglón estaba completo, gracias al vertido automático de plomo derretido y otros artilugios técnicos, la imprenta del Yeyo disparaba una suerte de pequeño lingote de plomo que ella misma se encargaba de acomodar. El plomo que propulsaba Don Atilio no provenía de ningún arma de fuego. Sino que, solo sabe dios como, iba formando el molde de cada página del diario. Luego se realizaba una impresión de prueba. Y es aquí donde aparecía implacable con su lupa –nunca quiso usar anteojos- el viejo Roncoroni. Quien, entre otras cosas, se encargaba de corregir el diario y de escribir muchas de sus notas. Detectado el error se extraía el renglón defectuoso y se volvía a fabricar con la invención que en esa época era usada por todos los diarios del planeta.
Es maravillosos recordar es ese anciano metódico, a quien el castigo bíblico del trabajo no le correspondió, dado que para él cada jornada laboriosa era una ocupación que enriquecía su vida. Siendo ya un hombre anciano se levantaba a las cinco o seis de la mañana de cada día para emprender una vida cuya austeridad rayaba en el ascetismo, sin embargo la abundancia se manifestaba en el pensamiento y compromiso con el trabajo. Luego de los infaltables mates, se dirigía muy temprano a la redacción de “El Nacional” para que a media mañana los tres pliego con tinta fresca estuviesen en la calle. Para el Yeyo era estrictamente necesario madrugar, porque finalizadas sus tareas de periodista , se calzaba su saco de abogado y se iba a ver como andaban las cosas en los tribunales; y por la tarde había que atender el estudio jurídico. Además le quedaba tiempo para leer “La Nación” y “La Prensa”, el “Almanaque Mundial” y libros que versaban sobre múltiples temas de su interés. Tampoco nunca faltaban en la vida de nuestro patriarca el cafecito en el Bar “La Ley”, ni la religiosa siesta. Estoy hablando de sus ocupaciones habituales después de los 70 años, porque cuando era una persona más joven también se hacia tiempo para dar clases de historia en instituciones educativas de Dolores y dedicarse a la política.
La linotipia fue siendo remplazada por tecnología más moderna durante la década de 1970. Esta maravillosas máquinas se fueron acallando como la vida de mi abuelo. Pero nunca olvidare el olor a tinta y el sonido rítmico que de niño percibí cuando me dejaban entrar al taller gráfico de “El Nacional”, ni tampoco se diluirá en el tiempo la admiración por aquel hombre que como ya dije... defendía sus ideas disparando plomo.

La Calle Juan Roncoroni

La municipalidad de Gral. Guido
decide bautizar con el nombre
de Juan Roncoroni a una calle
de la localidad de Labarden.


Al final del libro Semblanza de un luchador mi abuelo, el Dr Atilio Roncoroni nos cuenta que con motivo del centenario del nacimiento de su padre, Don Juan Roncoroni, las autoridades Municipales del Partido de Gral. Guido, Provincia de Buenos Aires, deciden bautizar a una calle de la localidad de Labarden con el nombre del ya extinto ciudadano y pionero ilustre. Labarden, es un pueblo rural de la Provincia de Buenos Aires donde mi bisabuelo se destaco por su actividad comercial, social y cívica. Don Juan Roncoroni fue incluso intendente de Gral. Guido cuando el siglo XX vivía su infancia.

El pueblo de Labarden tiene actualmente unos 800 habitantes. La estación esta en la línea del ex Ferrocarril Roca, al este de Maipú y al Oeste de Ayacucho. Con tiempo malo, las vías del tren son la única vía firme que le permite a sus habitantes llegar al asfalto, dado que 22 kilómetros de un camino vecinal de tierra separan al pueblo de la ruta 2. Labarden ya no recuerda cuanto tiempo hace que espera el pavimento que la comunique con el resto del universo. Desde hace varias décadas sus vecinos y productores reclaman la obra, pero por ahora sólo han recibido promesas. El tren ya no pasa por la su estación. Pero cuando por la lluvia la ambulancia no puede salir por el camino de tierra, las vías aun sirven para transportar a los enfermos en una zorra.
Han pasado más de 30 años desde que visite el pueblo, y nunca más volví. Sin embargo dados los antecedentes expuestos, nada parece haber cambiado mucho en su paisaje bucólico.
Me es muy grato contar que en 1973 fui testigo, e incluso protagonista, de la ceremonia en la que se ungió con el nombre de mi bisabuelo a la arteria de la referida población más cercana a Maipú que a Guido (la propia cabecera del partido homónimo).En aquel entonces el intendente de General Guido era un señor de apellido Estea, y en la ocasión que es motivo de mi relato hizo una gran arenga resaltando las virtudes cívicas de Don Juan Roncoroni. Cosa que nos halagaba a toda la familia, pero por otro lado parecía que nos estuviera cargando, porque usaba frases como: Extensa y moderna red vial. Cuando en realidad nuestros zapatos estaban sumergidos hasta la mitad en el barro y había sido bastante dificultoso llegar por el camino enlodado. También como corresponde había otras autoridades de rigor, como un cura que se encargó de realizar las bendiciones de costumbre. Mi mente infantil, como es lógico, fijó con mayor solidez la presencia de mi abuelo; de mi padre, Jorge Mario Roncoroni; de mi madre, María Marta Rita Stabile y de mis hermanos María Marcela Teresita Roncoroni, Antonio Santiago Victorino Roncoroni, María Raquel del Sagrado Corazón Roncoroni, y los mellizos Vicente Atilio Nicolás Roncoroni y Atilio Vicente Javier Roncoroni. Puedo confirmar dos ausencias, o mejor dicho dos presencias en nuestra memoria, las de mi abuela Marcelina Clara Santander y mi hermano mayor Jorge Atilio Juan Roncoroni quienes habían fallecido recientemente. Otras figuras familiares se diluyen en mi mente y no recuerdo si estaban realmente o si me los imagino. Pero a los efectos de dar mayor vigor al relato, y teniendo en cuenta que casi seguro que concurrieron, pongamos en la escena a mi tío Atilio Régulo Roncoroni; a mi tío abuelo el Dr. Juan Argentino Roncoroni, a su mujer Rita Antonia Oubiña y sus hijos Juan Manuel, Luis, Carlos y Santiago. En fin varios parientes más colaterales y directos, como también vecinos y amigos.
Finalizados los discursos de rigor, mi abuelo estaba ostensiblemente emocionado, por lo que me concedió el honor de tirar junto con él de la cinta que estaba asida al paño que cubría la placa con el nombre de mi bisabuelo. En la ocasión mi abuelo dijo: Yo soy el Roncoroni más viejo y quiero tirar de la cinta con el Roncoroni más joven aquí presente. Afortunadamente no estaban mis primos Ana Javiera Rosa Roncoroni, ni Atilio Javier Melchor Roncoroni, hijos de mi tío Atilio (alias Coco) (1); pues estos párvulos me hubieran destronado y sería alguno de ellos el que estaría escribiendo esta historia.
Recuerdo que me sentí muy importante, yo apenas un niño compartía el inmenso honor con el Yeyo, lo que me colocaba en orden de jerarquía por encima de toda la parentela. Todo gracias al decreto espontáneo de la persona más anciana y respetada de la familia.
El protocolo establecía que el locutor, o alguien así, dijera unas palabras que indicaban el momento propicio para tirar de las cinta. Yo había sido advertido al respecto, sin embargo en mis nervios, inquietud de niño y distracción tiré de la cinta antes de que el maestro de ceremonias diera la orden. Cuando me di cuenta del error busque desesperado los ojos azules de mi abuelo que siempre miraban para arriba. Esperaba encontrar en ellos el fuego de la ira, pues Don Atilio cuando se enojaba era un hombre severo. Afortunadamente lo único que encontré en su rostro fue una enorme sonrisa casi aprobatoria.

(1) En esto de poner nombres nos parecemos a la familia Buendía de la novela de Gabriel García Marques Cien Años de Soledad; de generación en generación, cuando no entre hermanos, los usamos de atrás para adelante y de adelante para atrás.

Introducción

“Semblanza de un luchador” es una pequeña publicación que el Dr. Atilio Roncoroni, mi abuelo, realiza en 1973; con motivo del centenario del nacimiento de su padre “Don Juan Roncoroni” En el referido trabajo, mi abuelo describe la personalidad y vida de su progenitor, aportando datos históricos, genealógicos y anécdotas sobre la familia Roncoroni; haciendo uso de la prosa efectiva y bella que lo caracterizaba. Sin lugar a dudas, las resumidas líneas que describen a mi bisabuelo y a las personas de su entorno, constituyen un enorme legado que inmortaliza a quienes nos precedieron. La historia comienza describiendo con algunos plumazos sustanciosos y certeros a Don Natalio Roncoroni, el padre de Don Juan. Mi tatarabuelo es presentado como un italiano rústico y trabajador proveniente de Lombardía. Gracias a mi abuelo yo puedo imaginar la vida y cotidianeidad de aquel primer Roncoroni, de nuestra rama, que en el siglo XIX bajo de un barco para comenzar a construir carruajes en las inmediaciones de lo que hoy conocemos como Plaza Lavalle en la ciudad de Buenos Aires.
No es necesario que describa todo el libro, es más fácil que los invite a leerlo. Sin embargo me gustaría realizar un pequeño aporte sumando nuevos relatos a las historias ya descriptas por el Yeyo (así le decíamos, y así lo recordamos en la familia a nuestro abuelo paterno). Humildemente referiré algunos hechos que he escuchado y forman parte de la tradición familiar, y otros que he vivido en la infancia.
La responsabilidad es enorme. Por un lado me surgen las ganas de continuar con la historia que comenzó a ser contada por una de las mentes más lucidas y admirables que he conocido, y no es fácil estar a su altura. Y por otra parte ciento que hay mucho hechos, y personas de mi familia que deben ser rescatadas del olvido, como el Yeyo rescató a aquel italiano de manos callosas y vigorosos músculos que supo proveer de vehículos tracción a sangre a los Generales Roca y Mitre. Como también lo hizo con el autor de sus días acercándolo con su “Semblanza de un luchador” para aquellos que ni siquiera tuvimos la oportunidad conocerlo personalmente.
Simplemente espero que estos hechos sirvan a mis nietos para que mis padres y abuelos sean seres firmemente incorporados a su historia. Mi bisabuelo, Don Juan Roncoroni, murió el 4 de agosto de 1946, a mi me toco nacer 19 años después. Sin embargo llevo a aquel viejo en mi corazón. Aquí comienzo, aunque ignoro que tan largo sea mi aliento.